sábado, 5 de enero de 2008

Poemas


OH madre tierra, OH padre cielo, somos vuestros hijos,
y con la espalda cansada os traemos regalos que amáis.
Luego tejemos para nosotros un vestido de esplendor;
Que la urdimbre sea la luz blanca de la mañana,
Que los ecos sea la lluvia que cae,
Que la orla sea el arco iris que se levanta.
Por eso nos tejemos un vestido de esplendor;
Para que podamos caminar convenientemente
Por donde cantan los pájaros,
Para que podamos caminar convenientemente
Por donde la hierba es verde,
OH madre tierra, Ho padre cielo
Tewa, canción del telar celeste

Para nosotros, los grandes paisajes, las grandes llanuras las
Hermosas cascadas, las hermosas colinas onduladas
y los arroyuelos serpenteantes
y de curso enmarañado, no eren salvajes. Solo para el
Chabochi ere salvaje la naturaleza, y solo para él
estaba la tierra infestada de animales feroces y
gentes bárbaras. Para nosotros era dócil. La tierra
era generosa y estábamos rodeados de las bendiciones
del gran misterio. Para nosotros no fue salvaje
hasta que llego el chabochi del sur y con brutal
frenesí amamanto injusticias sobre nosotros y
nuestras queridas familias. Cuando los mismos
animales del bosque empezaron a huir de su
aproximidad, entonces empezó para nosotros
el oeste salvaje
Luther Oso, jefe siox




Mi sol se ha puesto. Mi día ha terminado. La oscuridad va cubriéndome lentamente. Antes de tenderme para no levantarme más, quiero hablar a mi pueblo. Escuchadme, pues este no es momento para decir mentiras. El gran Espíritu nos creo, y nos dio esta tierra en la que vivimos. Nos dio el bisonte, el antílope y el sirvo para que pudiéramos comer y vestirnos. Nuestros territorios de caza se extendían desde el missisipi hasta las grandes montañas. Éramos libres como los vientos y ningún hombre nos daban órdenes. Luchábamos contra nuestros enemigos y festejamos a nuestros amigos. Nuestros valientes expulsaban a todos los que querían llevarse nuestra caza. Capturaban mujeres y caballos a nuestros enemigos. Nuestros hijos eran muchos y nuestros rebaños, grandes. Nuestros ancianos hablaban con los espíritus y hacían buena medicina. Nuestros jóvenes cazaban y hacían el corte a las muchachas. Allí donde estaba el tipi, allí nos quedábamos, y ninguna casa nos aprisionaba. Nadie decía “Hasta aquí es mi tierra, hasta ya la tuya” Entonces, el hombre blanco, un extraño, llego a nuestros territorios de caza. Le dimos carne y regalos, y le dijimos que fuera en paz. Observo a nuestras mujeres y se quedo a vivir en nuestros tipis. Llegaron otros como el y construyeron sus carreteras a través de nuestros territorios de caza. Trajo el hierro misterioso que dispara.
Trajo con el él agua mágica que vuelve necios a los hombres. Con sus baratijas y abalorios incluso compro a la muchacha a la que yo amaba. Dije “el hombre blanco no es un amigo, matémoslo”. Pero su número era mayor que las hojas de la hierba. Hicieron desaparecer el bisonte y mataron a nuestros mejores guerreros. Se quedaron nuestras tierras y nos rodearon de vallas. Sus soldados acamparon fuera con cañones con los que disparar contra nuestros hermanos. Borraron el rostro de nuestros pueblos de la faz de las praderas. Obligaron a nuestros hijos a abandonar las costumbres de sus padres.
Cuando me vuelvo hacia el este, no veo el alba. Cuando me giro hacia el oeste, la noche que se acerca lo oculta todo.
Palabras de un anciano indio Clark Wissler